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GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

BIG BANG BOOM
Breve historia de la explosión más larga del mundo
Por Gustavo Faverón Patriau
Originalmente publicado en la revista Buen Salvaje


La historia es conocida. En 1962, Mario Vargas Llosa ganó el premio Biblioteca Breve con su primera novela, que hasta entonces se había llamado La morada del héroe pero que en adelante sería conocida como La ciudad y los perros. Ese mismo año, Gabriel García Márquez publicó El coronel no tiene quién le escriba, y Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz. Sólo mediaron unos meses entre la aparición de todos esos libros y la más popular de las novelas argentinas, Rayuela, de Julio Cortázar. La confluencia de sus obras hizo que los cuatro autores fueran percibidos como miembros de una misma generación. Se trataba, por supuesto, de una licencia histórica: Vargas Llosa apenas pasaba los veinticinco años; Cortázar casi le doblaba la edad; Fuentes y García Márquez, nacidos es 1928 y 1927, eran coetáneos entre sí, pero no de los otros: una década mayores que Vargas Llosa, una década y media menores que Cortázar. En 1966, Vargas Llosa publicó La casa verde, y Cortázar, Todos los fuegos el fuego, con algunos de sus relatos más memorables: “La autopista del sur”, “La salud de los enfermos”, “La isla al mediodía”. En 1967, Vargas Llosa dio a la imprenta Los cachorros, y García Márquez, Cien años de soledad. En cinco años, la ficción latinoamericana había pasado, particularmente ante los ojos de los lectores europeos y norteamericanos, de la parcial anonimia al más relumbrante estrellato.

Se dice que fue el periodista chileno Luis Harrs quien usó por primera vez la palabra boom para referirse a lo que, en aquel entonces, en la segunda mitad de los sesenta, otros, como el mismo Carlos Fuentes, llamaban, de modo más descriptivo y menos sonoro (pero bastante más cargado ideológicamente), la nueva novela latinoamericana. Vargas Llosa sostiene que esa atribución es errónea, porque el término no aparece en ninguna página de Los nuestros, el libro de Harrs sobre los autores jóvenes de aquel tiempo. Harrs, sumándole ironía al desconcierto, afirma que sí fue él quien bautizó al boom, pero que se arrepiente de haberlo hecho. Las razones que ofrece son las mismas que defendería cualquier historiador literario contemporáneo: boom es un nombre de apariencia vacía, que no dice nada específico sobre el objeto al que designa; incluso peor: lo poco que parece decir es bastante equívoco.

Lo que el nombre boom sugiere, con su sonoridad de onomatopeya y su bramido de cañonazo repentino, es que hubo un momento en la historia de la literatura latinoamericana cuando súbitamente apareció algo que era nuevo, insólito, imprevisto y asombroso, algo que no sólo no se originaba en la historia literaria previa, sino que belicosamente cortaba con ella: boom es un nombre como un balazo parricida, un nombre rebelde, rotundo. El hecho de que la mayoría de los autores asociados con él, sobre todo sus cuatro deidades mayores, fueran de izquierda, tuvieran alguna relación con la Revolución Cubana, dieran una impresión colectiva de alegre subversión y, en principio, dejaran en la mirada un retintineo juvenil que nadie asociaba con la literatura canónica de América Latina en los años previos, contribuyó a garantizar el éxito del bautizo. También el cosmopolitismo de sus obras se tradujo en razones para que fueran percibidos como escritores diferentes, comparados con la imagen tradicional de los autores indigenistas y regionalistas, los novelistas “de la tierra”, los antiguos realistas obsesionados por el darwinismo social y el alma de las razas, escritores como Gallegos, Asturias, Guiraldes, Icaza, Alegría, que de pronto parecían remotos y antiquísimos, vestigios de una era que las novelas del boom parecían volver curiosidades arqueológicas sin mayor valor estético (lo que, en algunos casos, era verdad). Pero esa impresión no fue sólo un subproducto involuntario del contraste entre los “viejos” y los “nuevos”: los escritores del boom, unos más que otros, promovieron activamente la idea de que lo que ellos hacían era una refundación, un quiebre, que su trabajo creativo implicaba un nuevo inicio, el advenimiento de una modernidad insospechada en la región. El boom, en palabras de Carlos Fuentes, proclamó que la nueva novela latinoamericana “no derivaba, ni provenía ni se construía” a partir de ninguna tradición local anterior, que la modernidad literaria en América Latina comenzaba con libros como La región más transparente, La casa verde o Cien años de soledad. Cuando eran interrogados sobre las raíces de su propia obra, los escritores del boom eran múltiples y abarcadores en sus respuestas: García Márquez mencionaba a Rabelais, los novelones de caballería de principios del Renacimiento y a escritores como Hemingway y Faulkner, que entraban también en la nómina de Vargas Llosa, junto a Joanot Martorell, Cervantes, Sartre, Camus, Malraux, Dostoievski. Fuentes añadía a Henry James y compartía con Cortázar la afición por el decadentismo, el simbolismo, el surrealismo, las vanguardias, Joyce, etc. Difícilmente algún antecesor latinoamericano asomaba en esas evocaciones: Borges era la excepción más frecuente. No faltaban, en cambio, las explícitas recusaciones del pasado: Cortázar, por ejemplo, acusaba de arcaísmo a José María Arguedas, un señalamiento que, mucho más sutil y matizado, y ya no desde la progresía sino desde el liberalismo, reaparecería en los ensayos de Vargas Llosa varias décadas después.

Pero esa descripción de la historia no es demasiado comprensiva. Entre 1962 y 1967, otros libros notables habían aparecido en América Latina. En 1963, la mexicana Rosario Castellanos publicó su Oficio de tinieblas, y el cubano Alejo Carpentier, una novela crucial: El siglo de las luces. En 1964 apareció Juntacadáveres, del maestro uruguayo Juan Carlos Onetti. En 1965, Dona Flor e seus dois maridos, del escritor más leído en la historia de Brasil, Jorge Amado. En 1966, fue publicada la joya de la corona del barroco cubano, Paradiso, de José Lezama Lima. Lo interesante de esta observación es la comprobación simple de un hecho que debería ser transparente pero que, al parecer, fue en cierta medida invisibilizado por el resplandor del boom: todos esos autores tenían ya una carrera prodigiosa desde años antes del big bang de 1962. Castellanos había publicado su mejor libro de cuentos, Ciudad real, en 1960, y tres novelas entre 1950 y 1957, incluyendo, en ese último año, su obra central: Balún Canán (para ese tiempo, además, era autora de una decena de libros de poesía). Alejo Carpentier llevaba treinta años produciendo una literatura de superlativa, desde la novela ¡Écue-Yamba-O! (1933) hasta El acoso (1958) pasando por los cuentos de Viaje a la semilla (1944) y Guerra del tiempo (1956) y dos obras maestras de la novela: El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953). La bibliografía de Onetti era ya para entonces casi tan larga como la de Carpentier: entre 1939 y el inicio “oficial” del boom, había publicado siete ficciones mayores y tres colecciones de cuentos, y en su bibliografía no escaseaban los libros indispensables: El pozo es de 1939; La vida breve, de 1950; Los adioses, de 1954; El astillero, de 1961; El infierno tan temido y otros cuentos, también, de 1961. A su vez, Paradiso era el décimo cuarto libro de Lezama Lima, que había inaugurado su carrera en 1937 con el hoy canónico poema Muerte de Narciso (Lezama, nacido en 1910, es apenas cuatro años mayor que Cortázar). Una rápida mirada a la historia de la narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo veinte nos da, por supuesto, otros nombres y otros títulos clave: toda la obra central de Borges había sido publicada ya, y también la obra completa de Juan Rulfo, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Juan Emar, Pablo Palacio, Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, así como gran parte de las obras de Juan José Arreola, Ernesto Sabato, João Guimaraes Rosa y José María Arguedas. Cuando Fuentes proclamaba al boom como una narrativa nueva, que no provenía de ninguna literatura latinoamericana previa y que no tenía paralelo ni parangón en nuestra historia anterior, en la práctica obliteraba dos cosas: todos los antecedentes que acabo de mencionar y, de modo particular, la relación entre esos antecedentes y la obra de los autores del boom: cortaba cualquier posible vínculo genético entre ellos y los otros (y, claro está, también dejaba de lado la acuciosa y perentoria modernidad de la poesía latinoamericana previa, esa avanzada exploratoria que aparentemente no conoció límites, representada por el trabajo de César Vallejo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Octavio Paz, Oliverio Girondo, Nicolás Guillén, etc.).

En ese punto es cuando uno necesita preguntarse si es posible, en verdad, entender el boom como una instancia en la que el afán de la influencia cosmopolita, de la influencia europea y norteamericana, esa ansiedad de influencia de la que habla Harold Bloom, se vio realizada y coronada hasta tal punto que pueda sostenerse lo dicho por Fuentes. Voy a formular la pregunta en términos más llanos. ¿Es posible comprender históricamente el lugar del García Márquez de los años sesenta sin prestar atención a la obra de Alejo Carpentier escrita y publicada en los treinta años anteriores? ¿Se puede pensar en Cortázar sin pensar en Borges, el mismo Borges al que Cortázar reescribió, reelaboró y silenciosamente citó y parafraseó hasta el agotamiento y la resurrección en sus mejores cuentos? (¿Cómo entendemos “La noche boca arriba” si no la ponemos junto a “El sur”? ¿Con qué comparamos el labertinto temporal del Johnny Carter de “El perseguidor” de Cortázar sin evocar el laberinto lineal de “La muerte y la brújula” de Borges?). Incluso en el caso de Carlos Fuentes: ¿hay una manera legítima de leer a Fuentes sin entrever a Rulfo? ¿Es válido ver en Fuentes los fantasmas de Poe y de Henry James y rehusarse, sin embargo, a ver los fantasmas mexicanos de Comala?

Obviamente, una de las maneras en que la crítica ha respondido a esas preguntas ha sido reconciliar la idea del boom con la noción del proceso histórico, recolocar en sus sitios los antecedentes, las vinculaciones, los orígenes comunes: situar a Fuentes en una misma genealogía con Rulfo y Fernando del Paso, por ejemplo; reevaluar el realismo mágico de García Márquez en confluencia con “lo real maravilloso” de Carpentier, pero también, otra vez, con Rulfo, con los paraguayos Gabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos, e incluso con Arguedas; releer a Cortázar a través de Borges y José Bianco y prolongar el arco hasta Alfredo Bryce y Roberto Bolaño. Y, a partir de esos ejercicios, el resultado más curioso, pienso, es la lenta comprobación de un hecho que no todos los críticos aceptan, porque la inercia es más fuerte y porque es más difícil subvertir de forma radical la comprensión del boom como fenómeno estético y como fenómeno literario que aceptarlo como un suceso excepcional. El caso es que es más difícil comparar a Vargas Llosa con García Márquez, a Fuentes con Cortázar, a García Márquez con Donoso, a Donoso con Cabrera Infante (estos dos últimos son los primeros nombres que ingresan en la nómina del boom cuando la lista se extiende un poco), que comparar a cada autor del boom con autores latinoamericanos previos y posteriores: por ejemplo, en términos de estética, trama ideológica y modelos de representación, y considerando sus temas y sus motivos, es infinitamente más explicativo contrastar a Cortázar con la literatura fantástica rioplatense de la primera mitad del siglo veinte, y buscar allí sus orígenes y sus obsesiones, que hallar similitudes entre su obra y el realismo mágico de García Márquez, el método mítico de Fuentes o el realismo urbano y el aliento historicista de Vargas Llosa. Y algo semejante sucede cuando el punto de partida para el contraste es cualquiera de los otros autores del boom. Disuelta la nube nuclear, aparentemente, la lógica de la historia regresa: los autores del boom eran, claro, artistas cosmopolitas que operaron una honda transformación en los métodos y las aspiraciones de la novela latinoamericana, pero no fueron los primeros ni nacieron en el vacío, y, lo que es incluso más relevante, aunque todos compartieran la tendencia inclusiva, abarcadora, la inclinación por la novela como gran maquinaria comprensiva (“la novela total” de Vargas Llosa) y el impulso experimental, lo cierto es que los escritores más notorios del boom construyeron estilos, dispositivos, técnicas y proyectos ideológicos enormemente disímiles, miraron el mundo de maneras contradictorias y propusieron retratos imaginarios de la realidad que tienen escasos puntos concomitantes. Es un lugar común asumir que, así como nació sin padres ni abuelos locales, el boom superó largamente el brillo artístico de la novela latinoamericana precedente. Es poco menos que una herejía suponer que no fue así y sería sin duda insólito sugerir que el boom pudo ser menos brillante que la generación precedente. Y sin embargo... Consideremos a sus cuatro autores cruciales como cifras de las cuatro vertientes literarias que el boom ayudó a consolidar en América Latina de los años sesenta en adelante: la narrativa de lo mágico y lo maravilloso (García Márquez), la ficción fantástica (Cortázar), la novela de lo histórico-mítico (Fuentes) y el nuevo realismo (Vargas Llosa). Y preguntémonos entonces unas cuantas cosas: teniendo en mente a escritores como Carpentier, ¿es García Márquez necesariamente el punto más alto en la historia de la narrativa mágico-realista de América Latina? ¿Qué pasa con Cortázar en relación con Borges dentro del campo de la ficción fantástica? ¿Llegó Fuentes más lejos que Rulfo, fue más agudo, más incisivo, más radical, más ambicioso? A riesgo de sonar innecesariamente polémico, y no sin algún afán de debatir, creo que, al cabo de los años, sólo una línea estética de las que se yuxtapusieron en el boom resultó ser un notable salto cualitativo en relación con sus antecedentes genéricos en la literatura hispanoamericana: el realismo vargasllosiano, infinitamente más complejo que todos los intentos anteriores de la narrativa realista en la región. Es posible pensar que Vargas Llosa fue el único que escribió como Fuentes decía que escribían todos los autores del boom: sin demasiada genealogía local, sin el peso de la región sobre los hombros, creando un espacio propio con elementos que trajo de afuera, inventando un realismo moderno allí donde antes el realismo había sido, cuando mucho, el modo operativo de otras corrientes (de cierto regionalismo, de cierto naturalismo, de cierto indigenismo, de cierto realismo socialista). Eso no significa, claro está, que Vargas Llosa haya sido ajeno al devenir de la historia literaria latinoamericana: por el contrario, parcialemente su obra está definida por sus oposiciones ideológicas: por el muchas veces tácito y algunas veces explícito debate intergeneracional con Arguedas, por ejemplo. Fuentes, por su parte, se hizo más abstruso y superficialmente más sofisticado que Rulfo pero no más trascendente ni más sensible a la realidad que inspiraba sus ficciones, y sus libros son un poco más formulaicos, menos vivos. Cortázar fue derivando del ejercicio borgeano hacia un deslumbramiento de la forma que se hizo menos interesante mientras más se alejó de su origen. García Márquez alcanzó, en dos obras extraordinarias —Cien años de soledad y El otoño del patriarca— algo así como el punto de agotamiento de una estética que luego produjo una infinidad de hijos espurios pero que él mismo, en cambio, abandonó casi enteramente una década después.

Melquiades, el mago y adivino gitano de Cien años de soledad, orbitaba y se entrelazaba en el devenir de una pequeña urbe encantada cuya historia él mismo, un extranjero, había escrito y determinado cien años atrás. En general, los narradores del boom, iconoclastas con respecto a la tradición literaria latinoamericana, sintieron el llamado perentorio de historiar en la ficción el pasado de esas mismas naciones, pero lo hicieron a través de vicarios suyos que eran viajeros, extraños aventureros, pioneros insólitos que ingresaban en América Latina como en un desierto, una casa encantada o una selva ajena y beligerante (pensemos en el periodista miope de La guerra del fin del mundo o en el joven traductor de Aura, hijos, los dos, del Adelantado de Los pasos perdidos de Carpentier, que funda la civilización en un claro en plena jungla). La fractura que nos dejó el boom fue la idea de que América Latina tenía una historia milenaria pero una literatura recién nacida. Hasta la aparición de autores como Bolaño y su compatriota Diamela Eltit o los argentinos Ricardo Piglia y Juan José Saer —que de modo consciente regresan sobre los clásicos latinoamericanos anteriores al boom y los reconocen como influencias, antecedentes y referencias para el debate y el diálogo—, el efecto de la fractura propugnada por el boom fue difundir el error conceptual de que la literatura contemporánea de América Latina no tiene ningún diálogo pendiente con la anterior literatura latinoamericana, porque aquella es sólo una prehistoria, escarceos y escaramuzas, pastiche involuntario de las letras europeas, panfleto y propaganda, formas de inocencia estética que encontraron en la narración un recurso ancilar y un instrumento pasajero.

Al declararse carentes de una genealogía local, los autores del boom dieron en operar ese extremo radical de la creación ficcional que Eric Hobsbawm llama “la invención de una tradición”. Tejieron una genealogía voluntaria, europea y norteamericana, de afinidades electivas. A una realidad histórica postcolonial, le antepusieron una superestructura intelectual cuyo pasado no le era correspondiente. Y sobrevino la paradoja: “la invención de la tradición” es la mecánica elemental del nacionalismo, la conjuración narrativa de un pasado que no es anterior sino que empieza a existir junto con la palabra que lo dice. Súbitamente, la “nueva narrativa latinoamericana” rompía con Castellanos, Palacio, Quiroga, Arlt, Arguedas, Lugones, y cancelaba cualquier cosa que estos hubieran construido sobre sus propias tradiciones, pero, irónicamente, al desconocer las tradiciones nacionales y substituirlas con el anuncio de un movimiento regional, surgido de todo el continente, el boom inventó al escritor latinoamericano, y lo inventó, si no como un paria, al menos como un voluntario desheredado. A veces parece que esa fractura entre historia social y tradición literaria fuera la herencia más duradera del boom. Pero la verdad es que la herencia mayor del boom siguen siendo dos docenas de libros irrepetibles, complejos, ambiciosos, magistrales, sin los cuales nuestra historia sería mucho menos rica, mucho menos comprensible, precisamente porque esos libros son inseparables de ella, porque no sólo surgieron de ella sino que la hicieron brotar desde adentro de sí mismos.